Cuando yo era niña y algo me preocupaba o me entristecía, mi papá solucionaba el problema dándome tortilla francesa con azúcar. No recuerdo si él mismo la cocinaba, pero sí sé que él le espolvoreaba el azúcar como si se tratara de un polvo mágico. No importaba qué me sucediera, nada más meterme a la boca el primer trozo dulce-salado de la tortilla, todas las penas parecían diluirse, evaporarse o, simplemente, achicarse. La sensación de felicidad superaba cualquier contratiempo.
     Llevaba muchos años sin pensar en eso, muchos sin echarle azúcar a mi tortilla francesa o, por lo menos, echándosela sin pensar que con ello aliviaba una pena, una congoja o un contratiempo. Había dejado de asociar la sencillez de ese platillo tan poco llamativo con la felicidad que da el consuelo.
     El sábado por la mañana me levanté muy temprano. La noche anterior había visto, a través de la pantalla de la televisión, cómo se casaba mi hija por lo civil. No pudimos ir a la boda, no pudimos acompañarla, no pudimos estar físicamente a su lado, pero ella, deseosa de que compartiéramos ese momento tan especial, se encargó de que una amiga filmara toda la ceremonia. A cierta hora, mi esposo, mis hijos y yo nos acomodamos alrededor de la pantalla. Fijé la vista en el televisor con ganas de no perderme ni un solo detalle. Mi hija llevaba una chaqueta negra y un vestido color crema, de encaje hindú, que le regaló una amiga suya. Estaba preciosa. No solo porque el vestido era muy bonito, sino porque toda ella irradiaba luz y felicidad. Creo que nunca la había visto más bella. El novio, muy guapo, se había recogido la melena en una coleta.
     La amiga que grabó para nosotros nos fue contando, con mucha simpatía y desparpajo, todo lo que sucedía. Con infinita paciencia respondió las preguntas que le hacíamos, ansiosos como estábamos de enterarnos de todo lo que pasaba. Al terminar la ceremonia, brindamos con cava por la felicidad de los nuevos esposos, nos despedimos de nuestra hija, apagamos el televisor y nos fuimos a dormir. No di ningún abrazo de felicitación y tampoco recibí ninguno. A nadie se nos ocurrió.
     Por la mañana, como decía, me levanté muy temprano. La casa estaba en silencio. La diferencia de horario nos había tenido despiertos hasta las dos de la mañana. Me bañé, me vestí y fui a la cocina pensando en prepararme un café mientras esperaba que los demás se levantaran cuando, repentinamente, me di cuenta de que lo que yo necesitaba era una tortilla francesa con azúcar. Puse a tostar un par de rodajas de pan, saqué un sartén y batí dos huevos con una pizca de sal. Hacía años que no hacía una tortilla francesa. Se necesita práctica para hacerla bien. Tiene su arte doblarla en tres partes y lograr que no se dore más de la cuenta. Para que sea deliciosa, debe quedar esponjosa, ni muy cruda, ni muy cocida. La mía quedó perfecta. La puse en un plato junto a la tostada y un vaso de jugo de naranja y espolvoreé el azúcar acompañada de la sonrisa de mi papá.
     Igual que cuando era niña, mi nostalgia se endulzó con el primer bocado. 


Patricia Fernández
Octubre, 2018

Patricia Fernández

Nací en Guatemala en 1962, en una casa llena de libros. No recuerdo mi niñez sin historias, historias que mi madre nos leía y mi padre se inventaba. Las que más me gustaban y me gustan son las que hablan de la vida diaria y de las personas a las que llamamos normales, esas que consiguen que la cotidianidad se convierta en algo maravilloso. Empecé a escribir en el año 2010, empujada por la curiosidad y la inquietud por saber de dónde salían las historias que me contaban los libros. Fui alumna de varios talleres de escritura creativa aquí, en Guatemala, y luego estudié técnicas narrativas en la Escuela de Escritores de Madrid, España. He publicado varios cuentos cortos en distintos medios y, actualmente, tengo este blog para hablar de lo que me apasiona: la insólita cotidianidad.

11 comentarios

LEANA Alvarado · octubre 11, 2018 a las 12:58 am

Que lindo Patty, pasate la receta de la tortilla francesa!

Rodrigo Mendoza · octubre 11, 2018 a las 12:54 pm

Ya me sacaste las de cocodrilo…

Patricia Fernández · octubre 11, 2018 a las 1:30 pm

Tú que la quieres tanto. Un abrazo.

Patricia Fernández · octubre 11, 2018 a las 1:32 pm

Por supuesto, Leana, cuando quieras.

Marlon Meza Teni · octubre 11, 2018 a las 8:13 pm

linda anécdota, se va uno de la mano con la historia. 🙂

Patricia Fernández · octubre 11, 2018 a las 8:58 pm

Gracias por leerme, Marlon. Me alegra que mi texto y tú caminaran de la mano. Como ves, los que nos quedamos también extrañamos, nos hacemos íntimos amigos de la nostalgia.

Juan Munera · octubre 12, 2018 a las 10:32 pm

Patricia, que belleza. Lo sentí como padre y ahora como abuelo. En mi familia hay varias tortillas francesas. Y te acompañé en cada paso en la cocina. Sentí ese apretón de la lagrima que se suelta, al sentir lo que sienten los amigos.

Patricia Fernández · octubre 13, 2018 a las 1:36 pm

Gracias por tu amistad, Juan. Un abrazo.

Nicté Serra · octubre 13, 2018 a las 11:27 pm

Es tan bella tu narración, tan tú. Sin evidentes nudos melodramáticos me hiciste llorar antes de que tu papá espolvoreara el azúcar. Será porque te conozco cómo te conozco, será porque sé o que la boda de Sofía significa. Será, por supuesto que es, porque te quiero tanto.

Lo del abrazo lo vamos a resolver, yo por lo menos te viy a dar uno muy grande. Pero sabes que de alguna manera estabas allí, en el encaje, en la felicidad de tu hija, verdad? Te felicito por la boda y por el texto. Te quiero muchísimo.

Nicté Serra · octubre 13, 2018 a las 11:28 pm

Ignora mis typos. Estoy llorando.

Patricia Fernández · octubre 13, 2018 a las 11:56 pm

Mi querida, Nicté, tú que me has apoyado tanto en este forcejeo emocional que he mantenido ante la imposibilidad de acompañar a mi hija en estos momentos… Ver su felicidad, aunque fuera a través de la pantalla de la televisión me dio mucha alegría. Gracias por estar a mi lado. Yo también te quiero muchísimo. Recibo el abrazo, miles de gracias.

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