A León vuelvo cada vez que necesito saber de mí.

Con excepción de los diez meses que estuve en León, España, cuando apenas tenía un año, el resto de mi vida lo he pasado en Guatemala. Aquí nací, crecí, me casé y tuve a mis hijos. Mis amigas y amigos están aquí. En este país vivo y respiro.

Sin embargo, y aunque no sé si esos diez meses dejaron alguna huella en mi vida, pues no recuerdo absolutamente nada del tiempo que pasé ahí, hay algo que me hace querer volver a León una y otra vez. Con pura matemática, con lo que me contaron mis papás y mis abuelos y con las fotos que encontré en los álbumes, he ido armando una historia. Mi historia.

Sé que mi mamá me llevó a León en marzo de 1963. Yo tenía poco más de un año y ella, cinco meses de embarazo. A mi hermana mayor se la había llevado mi abuela unos meses antes. Mi papá no viajó con nosotras en esa ocasión, pues se quedó en Guatemala vendiendo lo poco que habían reunido en los tres años que habían vivido en el país. Mi madre se subió al avión con la seguridad de que él llegaría un par de meses más tarde y que, seguramente, nos quedaríamos a vivir en España.

Sé que vivimos en el piso de mis abuelos, ubicado en uno de los edificios de la Plaza de Calvo Sotelo, nombre que luego fue cambiado por el de Plaza de la Inmaculada.

Por supuesto, mi hermano nació allí. Siempre me asombró que mi madre contara que, el día que lo tuvo, manejó sola hasta el hospital. No recuerdo haberle preguntado si mis abuelos llegaron después o si lo tuvo y volvió a casa como había llegado. Como ya ninguno está, no me enteraré nunca.

Y como el destino juega bromas, mi papá no llegó a León. El tiempo pasó y, en enero de 1964, mi madre, la niña mimada, la hija única que mi abuela malcrió de tanto quererla, subió con sus tres niños a bordo de un barco, El Guadalupe, (mi hermana tenía tres años, yo estaba por cumplir dos y mi hermano, seis meses) y volvió a América sola, sin nadie que la ayudara a lidiar con nosotros.

Otra historia que me quedará incompleta será la de cuando me contó que se mareó tanto durante el viaje que varias veces tuvo que encerrarse con nosotros en el camarote y, mientras los tres berreábamos sin razón, ella sacaba las tripas en el baño y se acostaba en la cama para intentar recuperar el ánimo y las fuerzas. Me faltó preguntarle cómo había aguantado esos ratos.

Tampoco sé cómo se sintió cuando el barco atracó en Veracruz, México, y se vio de nuevo en una vida que jamás pensó vivir. Lo que sí sé es que tuvo las fuerzas suficientes para, desde la cubierta, levantar a mi hermano como si fuera un pequeño Simba y, orgullosa, se lo mostró a mi padre, que nos esperaba abajo, en el muelle. Volvimos a Guatemala por tierra, en un minúsculo Simca 1000. Nunca pregunté cómo habíamos cabido en él ni cómo trasladaron las montañas de equipaje que seguramente traíamos.

Por azares del destino, mis hermanos y yo tuvimos la gran suerte de ir a España muchas veces a lo largo de nuestra niñez y adolescencia. En León está la familia de mi madre y en Madrid, la de mi padre. Con ambas familias, y con amigos que se volvieron familia, creamos un vínculo muy fuerte que perdura hasta el día de hoy.

De las dos ciudades, León fue la que se convirtió en mi segundo hogar, en el sitio al que uno sabe que pertenece. Como dije en un post que puse una vez en Instagram, «A León vuelvo cada vez que necesito saber de mí».

Y es que en León teníamos un hogar. El piso de mi abuela, que luego heredó mi madre y ahora mi hermano pequeño, no cambió nada con los años. Ni siquiera perdió su olor. Con solo un parpadeo puedo revivir la emoción que sentía cada vez que llegaba a la Plaza, abría la puerta del portal, arrastraba las pesadas maletas hasta el ascensor, daba al botón y subía escuchando el traqueteo de una caja que primero fue de madera y luego de metal.

En cuanto el ascensor se detenía con un golpe seco y yo salía de él como bien podía, arrastrando bultos que pesaban como piedras, el olor a infancia se me metía en la memoria, en el cuerpo y en el alma. Y es que la vida empezaba ahí, frente a la pared gris que tenía un número tres debajo de la lámpara que alumbraba el pequeño descanso.

Y luego, cuando mi abuela primero y mi madre después abrían la puerta del piso y, con la ilusión dibujada en sus bellísimos rostros —porque vaya que las dos eran bellas—, me abrazaban antes de que yo lograra soltar las maletas, lanzaban exclamaciones de alegría y se hacían a un lado para dejarme pasar al hall de entrada, decorado siempre con los mismos muebles y las mismas fotos, yo sabía, sin lugar a dudas, que había llegado a casa.

Tengo muchos recuerdos hermosos de León. Muchísimos. Allí tuve y tengo a mis primas, tíos, abuelos, familia. Allí, paradas en el cementerio del pueblo donde están enterrados mi papá y mis abuelos, mi prima Pilar me señaló las tumbas donde descansan muchos de nuestros antepasados.

Hay dos recuerdos que sobresalen entre todos los demás. El primero se repetía cada vez que iba a León: en el refrigerador nunca faltaba un tocinillo de cielo para que la golosa que siempre he sido se lo comiera en cualquier momento, sin importar si era media mañana o media tarde, o si quería solo una cucharada o todo el postre a la vez. Mi abuela sabía que aquel dulce de yemas y azúcar era mi favorito y no escatimaba un minuto para que su nieta lo disfrutara.

El segundo recuerdo incluso tiene fecha. Fue en junio del 2011, cuando mi mamá nos pidió a mi hermana y a mí a que la acompañáramos a llevar a España las cenizas de mi papá y de mi abuela. Organizamos un viaje que, si al principio tuvo un tinte de tristeza y desesperanza, fue uno de los más alegres, divertidos y emocionantes que he vivido hasta ahora.

Mi hermana, mi mamá y yo pasamos un mes entero juntas paseando por León, bebiendo vinos y cañas con amigos, familia o nosotras tres solas. Pasamos el mes preguntándonos por qué nunca nos íbamos a la cama antes de las dos de la mañana, y nos respondíamos que hacíamos tantas cosas y nada al mismo tiempo, que el día duraba muy poco. Y es que ni siquiera nos faltó la telenovela de después de comer.

En ese viaje, a mis casi cincuenta años, descubrí a una madre que en Guatemala se me diluía. De repente, y para mi sorpresa, conocí a una mujer divertida, cariñosa, que cocinaba para sus hijas y que, cuando íbamos al supermercado, nos dejaba echar en la carreta todas las chucherías que se nos antojaban, como si fuésemos dos niñas a las que a ella le complacía mimar. Al regresar a Guatemala, mucha gente me preguntó a qué había ido tanto tiempo a León. «A estar», respondí yo siempre. «Solo a estar».

Lo pasamos tan bien las tres juntas que cuatro años más tarde volvió a invitarnos. Sin dudarlo ni un segundo, mi hermana y yo soltamos todas nuestras obligaciones y volamos para estar con ella, para pasar un tiempo con una madre que solo en León era ella misma. En esos dos viajes comprendí lo que tantas veces nos dijo a lo largo de la vida: que la tierra llama y la sangre tira. A mi madre, la tierra nunca dejó de llamarla y la sangre jamás dejó de tirar de ella.

Ahora, cada vez que la pienso, la imagen que se me viene a la cabeza es abriéndonos la puerta del piso, con el delantal que usaba para cocinar (algo que hacía maravillosamente bien, aunque muy rara vez en Guatemala) y la escucho exclamar con una alegría genuina y aquella sonrisa dulce que se le escapaba cuando se sentía verdaderamente feliz: «¡Mis niñas! ¡Llegaron mis niñas!».

Por todas esas cosas que parecen pequeñas, sé que allá, del otro lado del mar, hay una tierra que me llama y una sangre que tira de mí; una plaza redonda, una catedral que me asegura que Dios existe y un piso que guarda el olor de mi infancia y desde el que veo la imagen de una Virgen que reza por mí.

Patricia Fernández

Junio 2022

Para mami. Lo que nunca le dije en vida.


Patricia Fernández

Nací en Guatemala en 1962, en una casa llena de libros. No recuerdo mi niñez sin historias, historias que mi madre nos leía y mi padre se inventaba. Las que más me gustaban y me gustan son las que hablan de la vida diaria y de las personas a las que llamamos normales, esas que consiguen que la cotidianidad se convierta en algo maravilloso. Empecé a escribir en el año 2010, empujada por la curiosidad y la inquietud por saber de dónde salían las historias que me contaban los libros. Fui alumna de varios talleres de escritura creativa aquí, en Guatemala, y luego estudié técnicas narrativas en la Escuela de Escritores de Madrid, España. He publicado varios cuentos cortos en distintos medios y, actualmente, tengo este blog para hablar de lo que me apasiona: la insólita cotidianidad.

6 comentarios

Claudia Pereira Davis · junio 16, 2022 a las 11:06 am

Qué linda esta historia, me recuerda la alegría de mis visitas a Guatemala. Le agradezco que comparta sus vivencias con nosotros que desde fuera nos acordamos de sus historias tan alegres. Siga escribiendo!

    Patricia Fernández · junio 16, 2022 a las 2:13 pm

    Gracias, Claudia. Me imagino que tú sientes lo mismo por Guatemala. Recuerdos de tu hogar que te acompañarán siempre. Un abrazo enorme.

María Guadalupe Gordillo · junio 16, 2022 a las 7:01 pm

Qué maravilla de narración de esa experiencia en que madre e hijas se conocen tan íntimamente en un momento de coincidir en tiempo y espacio y ser 3 cómplices amigas. Me hace desear vivir un viaje así con mi madre y hermanas.

    Patricia Fernández · junio 19, 2022 a las 1:54 pm

    Gracias por leerme, Lupita. Si tienes la oportunidad de viajar con tu mamá y tus hermanas, no dejes de hacerlo. Es volver a la niñez, a cuando solo importaba vivir.

Lorena · junio 17, 2022 a las 7:11 pm

Lindo relato, y esas pequeñas son las que hacen nuestra vida Grande. Y no dudo que estas palabras ya llegaron a tu mamí. Felicitaciones, a mí también me dieron ganas de ir a Leon.

    Patricia Fernández · junio 19, 2022 a las 1:52 pm

    Gracias, Lorena. Las pequeñas cosas que hacen grande la vida. Un abrazo.

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