En 1983, con tan solo veintiún años y sin redes sociales ni comunicaciones eficientes, mi hermana y yo decidimos pasar unas vacaciones en Acapulco. No íbamos solas, nos acompañaron cuatro buenas amigas con las que planeamos el viaje con mucha ilusión. Lo que sí íbamos era como la princesa del poema de Rubén Darío: sin permiso de papá. Pero como las seis nos sentíamos chicas liberadas, nos fuimos a pesar de todo.

Como organizamos las cosas a última hora, el único vuelo que conseguimos para llegar a Acapulco fue uno que iba a Mérida y que nos obligaba pasar una noche en esa ciudad. Es decir, que salimos de Guatemala, subimos a la península de Yucatán y, al día siguiente, muy temprano, tomamos otro vuelo que nos llevó a la famosa ciudad del sur de México.

Pasamos una semana extraordinaria en Acapulco y la noche en Mérida quedó como el pequeño inconveniente que retrasó el inicio de nuestras vacaciones.

Sin embargo, años después, muchos años después, en uno de los primeros talleres de escritura que tomé, el profesor nos dejó la tarea de escribir un cuento que estuviera basado en un hecho real. «Quiero ver una verdad ficcionada, no una anécdota», advirtió antes de dar por terminada la clase.

Esa noche me fui a casa con la cabeza hecha un lío. ¿Qué situación interesante había vivido yo alguna vez? Nunca, según yo, me había pasado nada extraordinario. ¿Qué historia iba a contar?

Pasaron los días y a mí no se me ocurría nada que decir, pero, como suele suceder en esto de la escritura, aunque parecía que yo no pensaba que tenía una tarea que cumplir, mi subconsciente se dedicó a bucear entre los recuerdos hasta que, repentinamente, sacó uno que se encontraba en lo más profundo de ese misterioso lugar que es la memoria. Uno al que que yo nunca le había dado ningún valor.

En la siguiente clase, leí mi texto en voz alta. Al terminar, un silencio bonito quedó flotando en el aire. Por alguna razón, supe que mi cuento había gustado. El profesor me preguntó si el relato estaba basado en un hecho real. «Sí», le respondí. «Es verdad que pasé una noche en Mérida y es verdad que mis amigas y yo fuimos a ver un show. Lo demás puede haber sido como lo digo ahí… o no». Él sonrió y me pidió el cuento. Unas semanas después, mi relato fue publicado en la sección de escritores nóveles de La Revista del Diario de Centro América.

Poco a poco dejé de escribir cuentos, de inventar e imaginar. Escribir no pasó a segundo plano, pero dedicarme a la escritura como tal, sí. Sin embargo, cuando a veces releo los textos de aquella época, continúo afirmando que el de la noche que pasamos en Mérida es uno de mis escritos favoritos. Quizá porque me enseñó que nada de lo que hacemos cae en el olvido y que nuestras historias pueden salir a relucir cuando menos las esperamos. El título de ese cuento es el mismo que hoy le doy a este blog. Porque la dicha es eso, flor de un día.

La dicha es flor de un día

Cuando entré a la habitación del hotel, Margarita estaba tirada en la cama, vestida con su ropa interior. El ventilador del techo daba vueltas perezosamente, sin aliviar para nada el sofocante calor. Por la ventana abierta, que daba a un patio bastante descuidado, no entraba ni un poco de brisa.

—Odio este pueblo miserable —dijo Margarita en cuanto me vio.

—Ni es pueblo ni es tan miserable. Tiene aeropuerto y estamos en el mejor hotel del lugar —dije, tratando de mejorar el mal humor de mi amiga de infancia y ahora compañera de trabajo.

—¡Ja! Si este es el mejor, no quiero ni pensar cómo será el peor. No entiendo por qué en la oficina se les ocurrió hacer el congreso aquí. Y, para ajuste, tú y yo fuimos las únicas que no conseguimos vuelo para hoy. La próxima vez, no vengo.

—Por cierto —dije cambiando de tema—, ya que nos quedamos, le pregunté al de recepción qué podíamos hacer y dice que justo al otro lado de la calle hay un bar, y que por las noches tienen un show bastante entretenido. ¿Vamos? Parece que empieza en media hora. Si no nos gusta, nos regresamos.

—Yo no pienso salir a ningún lado. Tengo mucho calor.

—No seas aguafiestas. Vamos un rato y así tenemos algo que contar cuando volvamos a casa.

—¿Y qué vamos a contar? ¿Qué fuimos a un bar de mala muerte a ver un show? No me hagas reír.

Así y todo, veinte minutos más tarde cruzamos la calle dispuestas a tomarnos un par de tragos y matar el tiempo.

El lugar no era tan feo como lo habíamos imaginado. Se veía razonablemente limpio, a menos que la oscuridad escondiera los detalles. Nos sentamos ante una de las mesas, y solo nos dio tiempo de pedir un par de mojitos antes de que se encendieran las luces y empezara el espectáculo, que no parecía consistir más que en unas cuantas mujeres doblando pistas de baladas baratas. Después de la cuarta canción, Margarita se desesperó.

—Esto es espantoso —dijo—. Parece show de hotel all inclusive. Vámonos ya —añadió con voz de mando, mientras se levantaba.

—Espérame. Solo termino mi trago.

—No —contestó con firmeza—. Mejor me voy y tú llegas luego.

—No me esperes despierta —dije levantando mi vaso en señal de brindis—. Yo me voy a quedar aquí.

Me quedé sola en la mesa. Terminó la canción de turno, aplaudimos y la cantante desapareció detrás de la cortina de terciopelo rojo. El bar quedó un momento en silencio, roto únicamente por el murmullo de voces y el tintineo de los vasos. Salió la siguiente. Era una mujer alta, de pelo largo y castaño. Llevaba un vestido sexy, pero pasado de moda. La miré como miramos las mujeres: rápidamente de abajo hacia arriba, para evaluar el conjunto. Más lentamente de arriba hacia abajo, para confirmar lo que vimos, y lentamente otra vez de abajo hacia arriba, para triturar los detalles. La mujer no era fea. Tenía un aire de misterio que la hacía más atractiva. Tomó el micrófono y empezó la canción. No reconocí el principio de la melodía, hasta que la voz ronca de María Dolores Pradera entonó las primeras notas: Por aquí voy llegando, señora María Rosa… la dicha es flor de un día, rebóseme la copa…

Me extrañó que en un lugar así conocieran a esa artista. Por lo menos, el doblaje era bueno. Sonó la última nota y con ella acabó el espectáculo. Aplaudimos mientras se apagaban las luces.

Había tomado el vaso para terminarme el último trago antes de volver al hotel, cuando escuché una voz de hombre a mi lado.

—¿Te gustó lo que viste, princesa? Nunca me habían dado unos brochazos como los que me regalaste.

A trompicones, tuve que recoger de debajo de la mesa la quijada que se me cayó de golpe, además de recomponer mi actitud en un respiro, tratando de quitarme la cara de boba que se me había pintado como acuarela.

—¿O es que nunca has visto un travesti?

Decidí que tratar de remediar el asunto era peor, así que, tragándome la vergüenza, sacudí la cabeza para acomodarme el cabello y respondí con todo el desparpajo que me fue posible:

—Para serte franca, nunca. Pero debo aceptar que, de mujer, levantas muchas envidias.

La carcajada que soltó y la forma como se sentó en la silla de al lado, me hicieron saber que mi torpeza había sido perdonada. Sus movimientos eran una perfecta armonía entre lo más femenino de un hombre y lo más varonil de una mujer. Lo más inquietante era su mirada, oscura y profunda, que podía pasar de la burla a la dulzura en un solo parpadeo, y lo más atrayente era su boca de sonrisa perfecta.

Ajenos a su maquillaje, a su vestido y al color de sus uñas, charlamos durante horas de todo lo que se nos ocurrió; desde la forma en que se depilaba las cejas, el bigote y la barba cada dos días, hasta lo difícil que era caminar en tacones sin romperse los tobillos. Me pidió clases y yo se las di. También hablamos de nuestros trabajos, de sus otros compañeros, de que él no era gay, sino que hacía eso porque le gustaban tanto las mujeres que así podía piropearlas sin ganarse una buena bofetada. Me reí sin poder recordar hacía cuánto tiempo que no reía con tanta soltura y desenfado.

El amanecer, colándose por debajo de las puertas y las rendijas de las ventanas, nos recordó que yo debía tomar un avión en pocas horas. Nos despedimos como viejos amigos, agradeciéndonos el rato con abrazos pasados de tragos.

Tratando de no hacer ruido entré a la habitación donde Margarita dormía, ajena al hecho de que había pasado la noche sola. Me dirigí directamente a la ducha y la desperté mientras me vestía, contándole sin ningún orden lo que me acababa de pasar.

—Lo único que podía faltarte a ti era enamorarte de un travesti —me dijo burlona.

—Siempre piensas en lo que no es —respondí—. Además, ya tengo algo que contar cuando vuelva a casa.

Su respuesta fue una corta carcajada.

—Vamos a pagar el hotel y a pedir un taxi, que no quiero perder el avión —fue todo su comentario.

Después de hacer el check out, nos subimos al taxi para ir al aeropuerto.

Mientras esperábamos la luz verde en un semáforo, sin ningún aviso se abrió la puerta del auto y un hombre alto y fuerte se sentó en el asiento delantero, al lado del conductor. Iba vestido con una camisa que, aunque le quedaba bastante grande, no llegaba a esconder por completo la fibra de sus músculos. Una melena corta y no muy limpia le salía por debajo de la gorra que llevaba puesta con la visera hacia atrás. Todo en él era amenazante.

—¿Va para el aeropuerto, compadre? —preguntó sin mirar, con una voz muy tosca—. Tíreme cerca del puente.

El taxista gruñó algo y continuó el camino.

En el asiento de atrás, Margarita y yo nos miramos preocupadas. No nos atrevimos a decir nada y menos a protestar. Avanzamos entre el tráfico sin que nuestro conductor se preocupara por nosotras ni por el tipo siniestro que llevaba al lado.

Al llegar a un puente cercano al aeropuerto, el taxi paró repentinamente y el hombre abrió la portezuela. Salió del auto y colocó ambas manos en la parte baja de la ventana.

—Gracias, compadre —le dijo al taxista.

—Que te sirva —le contestó el otro, sin más.

Justo antes de cerrar la puerta, el hombre se acomodó la gorra, clavó en mí la mirada y su boca se abrió en una sonrisa perfecta.

—Que tengas buen viaje, princesa. Cuando vuelvas por aquí, ya sabes donde encontrarme.

Patricia Fernández

Este cuento se publicó por primera vez el 24 de junio de 2011, en La Revista del Diario de Centro América


Patricia Fernández

Nací en Guatemala en 1962, en una casa llena de libros. No recuerdo mi niñez sin historias, historias que mi madre nos leía y mi padre se inventaba. Las que más me gustaban y me gustan son las que hablan de la vida diaria y de las personas a las que llamamos normales, esas que consiguen que la cotidianidad se convierta en algo maravilloso. Empecé a escribir en el año 2010, empujada por la curiosidad y la inquietud por saber de dónde salían las historias que me contaban los libros. Fui alumna de varios talleres de escritura creativa aquí, en Guatemala, y luego estudié técnicas narrativas en la Escuela de Escritores de Madrid, España. He publicado varios cuentos cortos en distintos medios y, actualmente, tengo este blog para hablar de lo que me apasiona: la insólita cotidianidad.

2 comentarios

Nany · diciembre 12, 2023 a las 12:18 pm

Linda anécdota, ya te imagino con la boca abierta, y con un trasvesti a la par 🤣🥂

    Patricia Fernández · enero 29, 2024 a las 2:27 pm

    Fue una bonita experiencia. Me enseñó a valorar a las personas por ellas mismas. Gracias por leerme, Nanny.

Deja una respuesta

Marcador de posición del avatar

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *