Después de que mi abuela murió, pasé varios años yendo al cementerio a dejarle flores. Iba una vez al año, a finales de octubre, cerca del Día de los Santos. Nunca fui ni el 1 ni el 2 de noviembre, como es la costumbre, porque siempre he escuchado que en esos días los cementerios están llenos a reventar.

Al principio iba obedeciendo el pedido o mandato de mi madre, que nunca estaba aquí en esas fechas porque, decía, ella también tenía que llevarle flores a sus muertos. Según se acercaba el día, yo sabía que recibiría una llamada suya, hablaríamos un rato de todo y de nada hasta que, en algún momento, ella soltaría, como quien no quiere la cosa, la frase que llegué a saber de memoria:

—Hija, no te olvides de llevarle flores a la abuela, ¿vale?

—No, mami. No me olvido —respondía yo, obediente.

Y allá iba con mi ramo de rosas. Cruzaba la ciudad de una punta a otra y dejaba las flores sobre la tumba de mi abuela, la madre de mi madre.

Lo que empezó siendo una tarea un poco pesada, pues me tomaba toda una mañana ir y venir, se convirtió, con el tiempo, en un ritual esperado, en un momento de unión entre mis antepasados y yo. Y es que me tranquilizaba pensar que cada ramo de flores fortalecía las nuevas raíces que crecían en esta tierra que mis padres eligieron para vivir. Pensaba que, con el tiempo, y siguiendo las leyes de vida, ellos también formarían parte de ellas. Después vendría yo para, así, formar ese entramado perfecto que daría a mis hijos la seguridad de pertenecer a un lugar.

Mi ritual me hizo olvidar que, al enfermar, mi abuela solo había aceptado venir a Guatemala después de que mi madre le prometiera que la llevaría de vuelta a su tierra.

Un mes de junio, catorce años después, mi mamá cumplió su promesa. Ella, mi hermana y yo llevamos a mi abuela a descansar al pequeño pueblo de donde viene mi familia materna. Ese mes de junio, nuestro pequeño panteón familiar en Guatemala se quedó vacío.

No me di cuenta de lo que eso había significado para mí hasta que, la mañana del 1 de noviembre de ese mismo año, me solté a llorar frente a la sorprendida mirada de mi esposo.

—Estoy tan sola en este país —recuerdo que le dije— que ni muertos tengo en el cementerio.

Sé que para muchos mi sentimiento no tiene razón. Muchos me dicen que nunca van al cementerio porque no le encuentran sentido. Otros me dicen que, mientras los recuerde, mis seres queridos siguen aquí. Para mí, quedarme sin ellos fue un desarraigo. De un día para otro dejé de sentir bajo mis pies la seguridad que da tener a nuestros mayores cerca de nosotros.

Desde aquel junio de 2011, y más aún desde el 17 de octubre de este año, cada 1 de noviembre me despierto con una desazón que no logro ocultar. Paso el día tristona, pensando que no llevé flores a mis muertos, porque sus cuerpos descansan a miles de kilómetros de aquí. Están tan lejos que, a veces, me da miedo que sus raíces dejen de tocarme. Que dejen de abrazarme.

Me he dado cuenta de que los 1 de noviembre los paso más callada que otros días. Debe ser porque, ese día, una parte de mí está en el pequeño cementerio de un pequeño pueblo ubicado al norte de España. El 1 de noviembre de cada año, un trocito de mí se va al lugar donde duermen mis antepasados, mis raíces, mi gente.

Quizá algún año me decida a hacer un viaje a finales del mes de octubre para llevar flores al cementerio. Ese día, cambiaré de menú y, en vez de fiambre, comeré un buen plato de cocido maragato. O madrileño. O de los dos. Alguna vez iré. Lo prometo. Porque a las raíces, como a las plantas, hay que cuidarlas.

Patricia Fernández

Noviembre, 2022


Patricia Fernández

Nací en Guatemala en 1962, en una casa llena de libros. No recuerdo mi niñez sin historias, historias que mi madre nos leía y mi padre se inventaba. Las que más me gustaban y me gustan son las que hablan de la vida diaria y de las personas a las que llamamos normales, esas que consiguen que la cotidianidad se convierta en algo maravilloso. Empecé a escribir en el año 2010, empujada por la curiosidad y la inquietud por saber de dónde salían las historias que me contaban los libros. Fui alumna de varios talleres de escritura creativa aquí, en Guatemala, y luego estudié técnicas narrativas en la Escuela de Escritores de Madrid, España. He publicado varios cuentos cortos en distintos medios y, actualmente, tengo este blog para hablar de lo que me apasiona: la insólita cotidianidad.

2 comentarios

Ana Cristina · noviembre 21, 2022 a las 7:13 am

En esa tumba de ese pequeño pueblo de León no faltaron las flores, ni las oraciones, ni los recuerdos, te lo aseguro. En egipcio se decían igual las palabras “vida” y “flor”, por eso cuando ofrendaban flores estaban invocando vida eterna. De momento, mientras les recordamos, son como flores en un jarrón, con cierto tipo de vida. Más tarde sigo pensando que siguen existiendo, inmersos en una suerte de conciencia universal, fundidos en el Todo. Pero nadie ha venido de Allá a contarnos cómo va la cosa, así que habrá que confiar y esperar.

    Patricia Fernández · mayo 9, 2023 a las 7:07 pm

    Gracias, Ana Cris. Mientras vosotros estéis, mis muertos no estarán solos. Eso me consuela. Ya iré por allí algún 1 de noviembre y vamos juntas a llevarles flores a todos. Un beso enorme.

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