La vida nunca deja de sorprenderme. Cuando pienso que la tengo bajo control, que el momento que estoy viviendo me pertenece en su totalidad, que soy dueña del tiempo y que estoy bailando con muy buen ritmo, se acerca a mí por la espalda, me toca el hombro con suavidad y me recuerda que todo, absolutamente todo, puede cambiar en un solo segundo. Y no estoy hablando de grandes tragedias o pequeñas desgracias, solo de lo volátiles que son los minutos y que lo que hoy consideramos permanente puede darse la vuelta y convertirse en cualquier otra cosa, desde una buena noticia que consigue arrancarnos la más bella de nuestras sonrisas; esa que según nosotros no tenemos porque suponemos que sonreír es un acto voluntario, 
hasta un contratiempo que nos destantea y confunde de tal forma que pasamos varios días viendo las cosas a través de una nube de agua. 

     Y es entonces, en esos momentos de desconcierto, de pérdida de ritmo y confusión que me obligo a detenerme y volver a casa, por ponerle un nombre a ese mundo que vive dentro de mí y que es completamente independiente y ajeno a los ruidos, al miedo de quedarme sola, a mis inseguridades, al rechazo que siento por el tráfico que nos está aislando y a la pena, la frustración y la furia que me dan esos seres deshumanizados que están devorando una tierra que nos pertenece a todos. Volver a casa es retomar las temporalmente abandonadas tardes de silencio que me permiten escucharme, es recordar la maravillosa sensación que da tener un libro entre las manos y leerlo tumbada en el sofá con los piernas apoyadas en su respaldo; es volver al té de frutas que me reconforta y a las agujas de costura que, con su «Clic, clic. Clic, clic», me devuelven el ritmo y la armonía. 
     Hoy fue un día de esos, de silencios y costuras, de libros y escritura. Debo confesar que me hacía falta y que, al final, he decidido que como en la famosa frase de la película Lo que el viento se llevó, me agrada pensar que mañana será otro día. 



Patricia Fernández
Febrero 1, 2018
      

Patricia Fernández

Nací en Guatemala en 1962, en una casa llena de libros. No recuerdo mi niñez sin historias, historias que mi madre nos leía y mi padre se inventaba. Las que más me gustaban y me gustan son las que hablan de la vida diaria y de las personas a las que llamamos normales, esas que consiguen que la cotidianidad se convierta en algo maravilloso. Empecé a escribir en el año 2010, empujada por la curiosidad y la inquietud por saber de dónde salían las historias que me contaban los libros. Fui alumna de varios talleres de escritura creativa aquí, en Guatemala, y luego estudié técnicas narrativas en la Escuela de Escritores de Madrid, España. He publicado varios cuentos cortos en distintos medios y, actualmente, tengo este blog para hablar de lo que me apasiona: la insólita cotidianidad.

2 comentarios

Nicté Serra · febrero 2, 2018 a las 4:50 am

Ha vuelto Patricia, con un texto bello en la punta de los dedos, con té y libro y dos agujas que cantan… Gracias!

ana patricia Fernandez · febrero 4, 2018 a las 11:37 pm

Gracias, Nicté. Desde mi mundo interior.

Deja una respuesta

Marcador de posición del avatar

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *