Cada vez que vienen los recibo con la loca y profunda convicción de que tres días, tres semanas, o lo que sea que vayan a estar, es una eternidad. Que tenemos todo el tiempo del mundo delante de nosotros.
     Con la agilidad del viento, nada más instalarse ya han desbaratado el precario orden que mantengo haciendo esfuerzos de malabarista. El número de personas que habitamos la casa parece multiplicarse más veces que ellos.   El bullicio vuelve a ocupar un lugar importante en este hogar mío que sé que poco a poco se irá quedando con cuartos ordenados, limpios y vacíos. Por lo menos la mayor parte del año. 
     Durante sus visitas las sobremesas se alargan, pasamos más ratos en la pérgola fumando, bebiendo café, charlando o, simplemente, estando. Los días se vuelven una mezcla de trabajo y vacaciones, de relegar obligaciones, de soledades olvidadas.     
     Y así pasan los días entre visitas a familia, carcajadas con los amigos, abrazos de bienvenida y de buenos deseos; de miradas tiernas y sonrisas cómplices; de conversaciones al atardecer, de consejos de madre a hija y pláticas de mujer a mujer -porque es en lo que se ha convertido, en una mujer hecha y derecha- y claro, también de momentos tensos, porque a ratos olvidamos que ya no somos las que fuimos.
     Más pronto que tarde los veo buscando el pasaporte que quedó refundido debajo de las libras de café que cada mañana les recordarán las vacaciones a él, su tierra a ella; los escucho hablar de la fecha en que tienen que presentarse a trabajar y de la pereza que esto les causa. Y obligo a mi cerebro a no pensar, a disfrutar cada minuto.
     Pero el tiempo es inexorable. No perdona. Nos lleva, inclemente, al momento de meter las maletas al baúl, subirnos al carro y llevarlos al aeropuerto. Los acompaño en la fila de la línea aérea; al igual que ellos, cruzo los dedos para que los bultos no excedan el peso permitido; los observo mientras les emiten los pases de abordaje y, finalmente, los acompaño a la puerta tras la cual ya no me es permitido pasar. 
 
     Los abrazo a los dos con una entereza y una serenidad que no siento -el que le doy a mi  niña dura unos segundos más que el que le doy a él-, los beso, les hago a los dos la señal de la cruz en la frente para que mi Dios me los proteja y los veo alejarse, bajar las escaleras. En cuanto pierdo de vista sus rizos me suelto a llorar. Solo unos segundos -no se trata de desplomarme, de perder el glamur, me digo para sacarme una sonrisa-. Luego respiro hondo, me seco las lágrimas con el clínex que, por si acaso, he metido en la manga del  suéter, me yergo y me dirijo hacia la salida. Ninguna de las personas con las que me cruzo parece notar que la mujer que pasa a su lado va caminando con el corazón despeinado. 

Patricia Fernández

Nací en Guatemala en 1962, en una casa llena de libros. No recuerdo mi niñez sin historias, historias que mi madre nos leía y mi padre se inventaba. Las que más me gustaban y me gustan son las que hablan de la vida diaria y de las personas a las que llamamos normales, esas que consiguen que la cotidianidad se convierta en algo maravilloso. Empecé a escribir en el año 2010, empujada por la curiosidad y la inquietud por saber de dónde salían las historias que me contaban los libros. Fui alumna de varios talleres de escritura creativa aquí, en Guatemala, y luego estudié técnicas narrativas en la Escuela de Escritores de Madrid, España. He publicado varios cuentos cortos en distintos medios y, actualmente, tengo este blog para hablar de lo que me apasiona: la insólita cotidianidad.

13 comentarios

NictéSdP · enero 15, 2017 a las 11:25 pm

¡Me encanta! "Sólo unos segundos -no se trata de desplomarme…". Pero siempre, algo se desploma, verdad? Tanto corazón en un texto que habla de la realidad que te despeina el corazón, sin quejarte. Lindo.

Patricia Fernández · enero 16, 2017 a las 4:04 am

Así es, Nicté, siempre algo se desploma. Pero no queda más remedio que recoger los pedazos, pegarlos y seguir adelante. Si están contentos, nosotras también lo estamos, ¿no es así?

Sandra Elizabeth Luna Sánchez · enero 17, 2017 a las 10:13 pm

De cómo la cotidianidad encuentra un encanto que pocos pueden ver y menos pueden plasmar en un texto. Qué bello, mil gracias por compartirlo.

ana patricia Fernandez · enero 18, 2017 a las 2:32 am

Lo cotidiano, los pequeños detalles son los que le dan brillo a la vida. Aunque a veces duela. Un abrazo, mi querida amiga.

ana patricia Fernandez · enero 18, 2017 a las 2:36 am

Este comentario ha sido eliminado por el autor.

ana maria · enero 18, 2017 a las 3:08 pm

Precioso, te felicito!

ana patricia Fernandez · enero 19, 2017 a las 3:32 am

Gracias, Ana María. Un fuerte abrzo.

Yolanda Gil · enero 24, 2017 a las 6:32 am

Con una palabra me basta: precioso

Mariana de Petersen · enero 26, 2017 a las 8:52 pm

Preciosa forma de escribir Paty!
Me pareciera como que hemos compartido los mismos zapatos desde hace algún tiempo pues también me he quedado con el corazón despeinado los últimos 13 años de mi vida.

ana patricia Fernandez · enero 29, 2017 a las 4:40 am

¡Gracias, Yolanda! Un abrazo fuerte.

Patricia Fernández · febrero 7, 2017 a las 3:53 am

Así es, pero uno no lo dice mucho. Un abrazo fuerte.

María Rosa Bell · febrero 10, 2017 a las 7:14 am

¡Qué bonito, Ana! "Destrozado", "despeinado"… es lo mismo, ¿no? Así me he sentido tantas veces, tantos años, tan lejos de mi tierra y de mi gente, y ahora con mi niño-hombre, mi soldadito de plomo que ya casi lo es de verdad, a solo cuatro horas de distancia que parecen mil, porque cuando se va… casi desaparece — ese mundo de sus 20 años lo atrapa y "nos" lo lleva, y su cuarto se queda vacío, ordenado y limpio… hasta que vuelve.

ana patricia Fernandez · febrero 10, 2017 a las 8:40 pm

Nunca llegamos a acostumbrarnos a las despedidas, ¿verdad? La abuela, mami, y ahora nosotras, sabemos mucho de eso… desgraciadamente.

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