El domingo pasado fue diferente a todos los domingos que he vivido hasta ahora. No nos levantamos tarde ni desayunamos en la pérgola. Tampoco salimos de paseo ni nos desparramamos en un sillón a pasar la tarde del día más lánguido de la semana. El domingo nuestro hogar despertó con una alegría diferente. La casa vibraba con un zumbido de emoción. Todos hablábamos al mismo tiempo o nos callábamos a la vez. Nos mirábamos unos a otros con la felicidad reflejada en los rostros.
Y es que, cuando un hijo se casa, los hogares se visten de fiesta. Las casas se llenan con los que vienen de fuera, los horarios se desordenan sin que a nadie le importe mucho y, repentinamente, los abrazos y las muestras de cariño toman un lugar relevante en la vida cotidiana. No hay duda de que las bodas por amor son motivo de alegría.
Salimos hacia la iglesia entre prisas y nervios de última hora. Mientras empezaba la misa, observé por un momento los rostros de los amigos y familiares que nos acompañaban: todos sonreían. Todas las miradas eran de cariño. En ese momento, me pareció que era lo normal y no me detuve a pensar en ello.
Poco después, la música cambió de melodía y todos nos pusimos de pie. Al fondo del camino, vi a mi hija tomada del brazo de su papá. En casa yo había visto cómo la maquillaban y peinaban. La había ayudado a ponerse el vestido de novia y la había acompañado en el carro que nos llevó a la iglesia. Sin embargo, al verla caminar hacia el altar con esa sonrisa maravillosa que tiene y ver los ojos emocionados del novio que la esperaba en lo alto de la escalera, me embargó un sentimiento tan fuerte que mi maquillaje corrió el riesgo de desbaratarse antes de que empezara la ceremonia.
No sé exactamente en qué momento el ambiente se llenó de magia. No sé cuándo sentí que el mundo se detenía, dejaba de girar y me sostenía entre sus brazos. Tal vez fue el susurro de los árboles, el azul intenso del cielo sin nubes, el sol que no dejó de brillar, las bellas y atinadas palabras de un sacerdote que sabe llegar a los corazones de quienes lo escuchan, el halo de luz que iluminaba a mi hija y la hacía verse hermosa, verdaderamente hermosa, o los seres de luz que flotaban sobre nosotros en forma de mariposas.
Y es que la presencia de los que se nos adelantaron y velan por nosotros era tan fuerte que me erizaba la piel. Todos estaban ahí, el papá de mi yerno, mis suegros, mis papás, Óscar, Evelyn, Luis Miguel… Pude ver la dulzura en la sonrisa ladeada de mi mamá cuando algo la emocionaba y los ojos verdes de mi papá empañados en lágrimas de orgullo diciendo, con esa risa floja que tanto lo caracterizaba, «Rosa, los nuestros, los más guapos».
Nunca he ocultado mi predilección por la familia. Me encantan las dos que tengo y la que formé junto con Ricardo. Con grandes imperfecciones de mi parte y discusiones que nunca faltan, mis hijos saben que son, como dijo mi yerno durante el brindis, el mayor tesoro que tengo. Ahora él, igual que el esposo de mi hija mayor, son parte de ese tesoro porque, como decía mi mamá, famosa por tener siempre un dicho para cada ocasión, «Quien besa a tu hijo, endulza tu boca».
Sé que no me equivoco al decir que el domingo 5 de diciembre fue, para mí, el día más bonito y feliz de este 2021 que decidió subirme a su montaña rusa para demostrarme que uno puede vivir muchas emociones en muy poco tiempo y que se puede llorar de tristeza y de felicidad con el corazón latiendo a la misma velocidad.
Y a los nuevos esposos, Alex y Ana, les deseo los mejores deseos que una madre puede desear.
Diciembre 2021
(Fotos: IG gabbygarcía_photo)
1 comentario
Rosa María Calderon · diciembre 12, 2021 a las 8:38 pm
En lo lindo del momento que describiste. Cuando el pasado, el presente y el futuro se juntan.