De tanto venir, de tanto estar y de tanto compartir, he dejado de fotografiar recuerdos. Llevo varios años sin tomar fotos de las puestas de sol, de los juegos en la piscina, de los micrófonos que descomponen nuestras voces, de las botellas de champagne que no pueden faltar en las fiestas de año nuevo o del café que sabe mejor en una casa que en la otra.

También he dejado de tomar fotos de las revolcadas que nos da el mar y de las caras de los que se ríen desde la orilla.

Tengo tantos recuerdos, tantas risas y tantos momentos guardados que ya no necesito la cámara para recordarlos. Son tan parte de mí como la casa blanca, la arena negra, el olor a salitre, el rugir de las olas, el cielo sin nubes, el verde de las palmeras y el vuelco que me da el corazón cada vez que bajo la escalera y contemplo, embobada, los diferentes azules de la piscina y el mar.

Sin embargo, hay un atardecer que nunca dejo de fotografiar: el del treinta y uno de diciembre. Por alguna razón, tomarle fotos al último atardecer del año me da ánimos. Me da fe. Fe en que el año que empieza será mejor que el que acaba de pasar y que volveremos a estar todos cuando el nuevo termine. Y es que tanto fin de año compartido nos ha dado alma de mosqueteros. Empezamos juntos y así queremos continuar.

Mi 2019 inicia con cambios. Empieza con una boda: mi hija y su marido formarán su propia familia. Lo harán a su manera. Decidirán, igual que hemos hecho todos los que algún día elegimos casarnos, qué es lo mejor para ellos, qué quieren hacer con los días, los meses y los años que les vienen.

Como madre, no puedo más que desearles que nunca olviden la ilusión con la que empezaron. Que atesoren tantos buenos recuerdos que mirar para atrás y sonreír no dependa de una foto sino de un olor, una canción, el recuerdo de una ceremonia china o un roce de piel. Pero, sobre todo, les deseo que siempre mantengan viva su alma de mosqueteros.

 

Patricia Fernández

2 de enero de 2019

 


Patricia Fernández

Nací en Guatemala en 1962, en una casa llena de libros. No recuerdo mi niñez sin historias, historias que mi madre nos leía y mi padre se inventaba. Las que más me gustaban y me gustan son las que hablan de la vida diaria y de las personas a las que llamamos normales, esas que consiguen que la cotidianidad se convierta en algo maravilloso. Empecé a escribir en el año 2010, empujada por la curiosidad y la inquietud por saber de dónde salían las historias que me contaban los libros. Fui alumna de varios talleres de escritura creativa aquí, en Guatemala, y luego estudié técnicas narrativas en la Escuela de Escritores de Madrid, España. He publicado varios cuentos cortos en distintos medios y, actualmente, tengo este blog para hablar de lo que me apasiona: la insólita cotidianidad.

3 comentarios

Ricardo · enero 4, 2019 a las 7:40 am

Maravilloso y muy cierto

Patricia Fernández · enero 4, 2019 a las 7:50 am

¡Gracias, mosquetero!

Pepa · enero 9, 2019 a las 5:02 pm

Lindas vivencias y lindas historias, gracias Patricia😘🙅🏻

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