Una de las cosas que más tiempo ocupa en las conversaciones cotidianas de los guatemaltecos es el tráfico. No hay un solo día que no escuchemos o hagamos un comentario sobre esto que para muchos de nosotros se está convirtiendo en una obsesión.  Tengo amigos que aunque sepan perfectamente a dónde van, no salen de su casa sin conectarse a Waze solo para saber cuántos minutos u horas de sufrimiento les esperan. 
     Hace unas semanas me encontraba yo atrapada en las calles de la zona diez, intentando llegar al bulevar de Vista Hermosa. Desesperada porque me había tomado más de una hora recorrer tan solo dos kilómetros, pedí ayuda a  San Waze quien, solícito, me guió hasta la octava avenida. No me fue nada mal hasta que me acerqué a la esquina de la segunda calle “A”. Solo me faltaba una cuadra y media para llegar al bulevar. Si estiraba la cabeza, podía ver que, en la calzada, el tráfico fluía bastante bien. Me alegré de mi suerte hasta que me percaté de que la cola en la que yo estaba no avanzaba casi nada. Los minutos pasaban sin que se moviera más que unos pocos metros. No comprendí qué sucedía hasta que estuve de tercera en la fila y pude analizar la situación (eso de bueno trae el tráfico denso: nos obliga a ser más observadores para no morir de aburrimiento o desesperación). 
     El problema radicaba en que las almas que circulábamos por la octava avenida teníamos el alto frente a los que venían por la segunda calle “A”. Por supuesto, cada vez que uno de los carros lograba incorporarse al bulevar y dejaba un espacio libre al final de la cola, el vehículo que estaba en la segunda calle se apropiaba rápidamente de dicho espacio. Lo mismo sucedía con el siguiente, y con el siguiente, y con el siguiente hasta que el vehículo que estaba en primer lugar en la esquina de la octava se lanzaba dispuesto a todo y bloqueaba la intersección, aceptando de mejor o peor manera los bocinazos y maltratos de los «suertudos» que llevaban la vía. 
     Mi caso no fue la excepción. Cuando por fin llegué al primer lugar de la cola, esperé tres carros y, antes de que el cuarto ocupara el último lugar de la siguiente fila, aceleré y, como todos los demás, bloqueé el paso y me apoderé del espacio libre. A mí tampoco me faltaron los adjetivos y bocinazos correspondientes, pero cuando uno va en medio de un tráfico tan poco amigable llega un momento en el que ya nada importa, lo único que se  quiere es avanzar.
     Pocos minutos después logré incorporarme al bulevar, circular y llegar a mi casa. 
     En el camino me puse a pensar en la falta de cortesía que derrochamos la mayoría de los guatemaltecos al manejar, sobre todo cuando se refiere a ceder el paso a otro vehículo. En el momento en que sentimos que alguien se va a poner delante de nosotros, apretamos el acelerador de tal forma que incluso nos arriesgamos a chocar contra el bómper del carro de adelante. 
     Y es ahí dónde yo me pregunto: ¿por qué los chapines no adoptamos la cultura del uno por uno? 
     Esta cultura consiste en dar paso cuando, por alguna razón, dos carriles se cierran y forman uno solo y, en vez de lanzarnos como leones a defender nuestro espacio en la fila, dejamos que pase el primer carro que está a nuestro lado. Una vez pasó ese auto, es nuestro turno y luego le toca al que va detrás nuestro para volver a empezar. Lo mismo sucede en los cruces, si todos sabemos que pasaremos en algún momento ninguno va a bloquear las intersecciones.
     ¿Se entiende lo que quiero decir? ¿Había escuchado antes esto del «uno por uno»? Estoy segura de que si pusiéramos en práctica esta pequeña muestra de civismo, nuestra vida sería más agradable (por lo menos en el tráfico).


Patricia Fernández
Marzo, 2018


     
    

Patricia Fernández

Nací en Guatemala en 1962, en una casa llena de libros. No recuerdo mi niñez sin historias, historias que mi madre nos leía y mi padre se inventaba. Las que más me gustaban y me gustan son las que hablan de la vida diaria y de las personas a las que llamamos normales, esas que consiguen que la cotidianidad se convierta en algo maravilloso. Empecé a escribir en el año 2010, empujada por la curiosidad y la inquietud por saber de dónde salían las historias que me contaban los libros. Fui alumna de varios talleres de escritura creativa aquí, en Guatemala, y luego estudié técnicas narrativas en la Escuela de Escritores de Madrid, España. He publicado varios cuentos cortos en distintos medios y, actualmente, tengo este blog para hablar de lo que me apasiona: la insólita cotidianidad.

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